viernes, 17 de octubre de 2014

:: La sabiduría de un árbol ::



          Un anciano maestro budista vivía en medio de un gran arboleda. Los altos y gruesos árboles impedían que la luz del sol llegara hasta el suelo, lo que daba un aspecto un tanto tenebroso al lugar.
Al contrario que muchos otros practicantes budistas, este maestro no leía textos antiguos ni comentaba obras escritas por eruditos en la materia. Se limitaba a vivir entre los árboles, dando grandes caminatas diarias por el bosque, sin preocuparse por nada más.
          Un buen día, otro gran maestro que vivía en la zona y que era famoso por sus extensas y profundas exposiciones del Dharma, decidió hacerle una visita.
Cuando por fin lo encontró sentado junto a la puerta de su cabaña y apoyado en su bastón, le preguntó directamente:
-Anciano maestro y compañero del Dharma, ¿cómo esperas alcanzar la sabiduría sin consultar los antiguos escritos y solo ocupándote de vivir como un laico retirado en mitad del bosque?
El maestro, que todavía permanecía sentado, levantó la cabeza y mostró una sonrisa amable a su interlocutor. Entonces, sin dejar de sonreír, respondió:
-Si lo piensas bien, estaría bien ser un árbol… Cuando el invierno llega y se caen las hojas, quedando el tronco al desnudo frente a las inclemencias del tiempo, el árbol se deja llevar y no se aferra a sus queridas hojas, porque sabe que han cumplido su función y que pronto saldrán otras nuevas tan bellas o más que las anteriores. El árbol permite que muchos otros seres moren en él: pájaros que fabrican sus nidos en las ramas, orugas que se deslizan por su corteza, hormigas que trepan por su tronco en busca de alimento; tiene sitio para todos y los acepta como un buen anfitrión. Incluso cuando el pájaro carpintero martillea con su pico en la corteza, el árbol no se enfada, porque sabe que es su naturaleza hacerlo. Si te pones delante de un árbol y empiezas a insultarlo, el árbol no reaccionará, porque no se identifica con ninguna de tus palabras. Seguirá allí postrado, ofreciéndote su sombra aunque no seas consciente de ello. Por mucho que el viento sople, el árbol se mantendrá firme en su sitio, porque tiene unas buenas raíces que le ayudan a aferrarse a la Tierra. Le ha llevado muchos años elaborar unas raíces tan gruesas y resistentes, por eso puede estar seguro de que no le fallarán cuando las necesite. Aunque el árbol absorbe la luz del sol, el agua y los nutrientes para alimentarse, con el oxígeno que expulsa constantemente alimenta a todo el planeta. Podríamos decir que es como una madre que alimenta a sus innumerables hijos. Incluso si lo arrancas de la tierra y lo cortas en pedazos, haciendo añicos en minutos lo que le ha llevado décadas construir, la leña que obtengas de su tronco seguirá calentándote en invierno, o podrás hacer muros con ella para levantar tu casa si lo necesitas. Aun estando muerto, el árbol sigue siendo útil a otros seres. No necesito leer textos de antiguos maestros para comprender el Dharma del Buda. Aquí, en el bosque, los árboles me enseñan todo lo que necesito saber.
El maestro erudito quedó sorprendido ante tal explicación y, realizando gassho, se arrepintió de haber infravalorado a su compañero.



Imagen: redparasol (http://www.morguefile.com/creative/redparasol)

martes, 7 de octubre de 2014

:: La sirvienta desconocida ::



          Sakae era una de las mujeres más ricas del pueblo. De muy jovencita contrajo matrimonio con un importante comerciante que le proporcionó la vida acomodada que siempre había deseado.
Aunque su marido murió poco después de la boda, sus negocios no desaparecieron, ya que Sakae era una mujer muy inteligente y trabajadora, y su labor permitió que su fortuna aumentara continuamente.
Debido al poco tiempo que estuvieron juntos, no tuvieron descendencia, pero no por ello su amplia y hermosa casa se encontraba vacía. Sakae contrató a gran cantidad de personal para que la ayudaran con las tareas del hogar. Muchos de los empleados vivían con la dueña de la casa; especialmente varias sirvientas que atendían sus necesidades a cualquier hora del día o de la noche.
          Como cada noche, Sakae se dirigió al baño más grande de la casa, un baño de uso exclusivo para ella. En él se relajaba mientras el agua caliente hacía desaparecer las tensiones que su cuerpo había acumulado tras un duro día de trabajo.
Cuando Sakae enfiló el pasillo donde se encontraba el baño, vio cómo se cerraba de un portazo la puerta del mismo.
-¡Alguna de las sirvientas está utilizando mi baño! -pensó Sakae malhumorada.
La mujer se dirigió a toda prisa hacia el baño, y cuando estaba a punto de abrir la puerta para así coger por sorpresa a la poco discilpinada sirvienta, pensó:
-Mejor esperaré a que salga, y entonces, además de una bofetada, recibirá un gran susto al toparse con su jefa en la oscuridad de la noche.
Así que Sakae se apartó unos metros de la puerta y esperó en silencio envuelta en una negrura casi total. De vez en cuando escuchaba ruidos en el interior del baño, y no podía evitar que la rabia la torturara por dentro al pensar que una extraña estaba usando un espacio tan personal e importante para ella.
Estuvo esperando mucho rato, pero la sirvienta no salió. Decidió sentarse para descansar las piernas. Siguió esperando sentada en el suelo, y aunque intentó permanecer despierta, el sueño comenzó a apoderarse de ella, hasta que en un descuido cerró los ojos y se durmió.
Se despertó sobresaltada horas más tarde. La oscuridad todavía invadía el lugar. Sakae se acercó lentamente a la puerta del baño y escuchó. Nada. No se oía ni el crujir de la madera. La mujer abrió la puerta, sabiendo lo que iba a encontrar, y sus ojos le mostraron una habitación vacía. La sirvienta había estado plácidamente bañándose el tiempo que había querido y, al acabar, había vuelto sigilosamente a su dormitorio.
Por un momento Sakae pensó en descargar su ira contra todas sus sirvientas hasta que la culpable confesara. Pero al final, decidió que sería mejor esperar a la noche siguiente para ver si la sirvienta volvía, y si lo hacía, poder recibirla con una buena vara con la que azotarle tras su baño prohibido.

          A la noche siguiente, un poco antes de la hora a la que había acudido el día anterior, Sakae llegó vara en mano hasta la puerta del baño. Apoyó suavemente su oreja contra la puerta y esperó unos segundos. Volvió a escuchar los ruidos, que le sonaron como golpes.
-La muy torpe está tirando todos mis enseres por el suelo mientras se lava -pensó la dueña de la casa rechinando los dientes.
Sakae decidió, como la noche anterior, esperar a que la sirvienta acabara el baño para asustarla en medio de la oscuridad y darle su merecido. Esperó un buen rato apoyada contra la pared, apretando la mano fuertemente contra la vara, esperando el momento en el que la incauta sirvienta saliera del baño y se encontrara con su jefa cara a cara. De vez en cuando escuchaba algún ruido en el interior de la habitación.
La mujer siguió esperando un rato más. El viento soplaba con fuerza aquellos días, haciendo del oscuro pasillo y un lugar todavía más tenebroso. Sakae decidió ir un momento a por una vela con la que alumbrarse y así sentirse más segura en la oscuridad. Miró una vez más hacia la puerta del baño y echó a andar con ligereza en busca de la luminaria. Cuando volvió, la luz de la vela iluminó la sorpresa en su rostro: la puerta del baño estaba abierta. Sakae corrió hasta el lugar y se encontró con la misma habitación vacía que había visto la noche anterior.
-¡Ella sabía que yo estaba aquí! ¡Ha esperado que me marchara para poder huir! -pensó la mujer sumida en una profunda ira.
Sakae decidió que la noche siguiente volvería al baño y apalearía a la sirvienta que se estaba riendo de ella.

          Pasó el día y la luna volvió a brillar en el firmamento. Sakae se dirigió por tercera noche consecutiva al baño, cogiendo la vara con las dos manos y sintiendo un desprecio y un odio profundo hacia la desconocida que mancillaba su baño noche tras noche.
Nada más llegar ante la puerta, escuchó los ruidos que venía escuchando los días pasados en el interior de la habitación. Sin pensárselo dos veces, Sakae abrió la puerta de una patada. Para su sorpresa, la habitación volvía a estar como la encontró en las otras dos ocasiones: vacía. Sakae entró en su interior e inspeccionó bien la habitación. Allí no había nadie. Encendió una vela para poder ver con claridad el lugar, y enseguida pudo apreciar que todo estaba seco, no había señales de que alguien se hubiese bañado allí momentos antes.
La mujer empezó a asustarse. Tal vez todo aquello había sido cosa de fantasmas. Ella había visto cómo el primer día la puerta se cerraba, y había escuchado ruidos en el baño las tres noches... Entonces, el viento comenzó a soplar con más fuerza, y en ese momento empezó a escuchar unos golpes en la habitación. Buscó con ayuda de la luminaria el origen de aquel sonido, y encontró una tablilla decorativa de madera que, colgada de una cuerda, era zarandeada por el viento que entraba por un ventanuco situado a poca distancia.
Entonces Sakae lo comprendió todo. El viento, que soplaba aquellos días con especial fuerza, le había estado jugando una mala pasada durantes las tres noches. Fue el viento el que cerró la puerta del baño, y el que golpeaba de vez en cuando la tablilla contra la pared. La mujer, que había visto crecer la ira en su corazón con cada noche, se dio cuenta de que ninguna de sus sirvientas había estado utilizando su baño. Había estado odiando a un enemigo que solo existía en su cabeza. En realidad, allí nunca había habido nadie.



Imagen: johninportland (http://www.morguefile.com/creative/johninportland)

miércoles, 1 de octubre de 2014

:: La oruga y la mariposa ::



          En una pequeña aldea situada entre dos montañas, vivía un hombre que dedicaba su vida al cuidado de los demás. El hombre llegó a la aldea hacía unos años, y desde el primer día se mostró cercano y dispuesto a ayudar a todo aquel que lo necesitase. Se había labrado una buena fama entre sus convecinos, y por todos era conocida su enorme bondad.
Pero aquel hombre no era feliz. Pensamientos y emociones negativas torturaban su mente y su corazón. Cuando acababa la jornada, y el buen samaritano se acostaba sobre el lecho intentando dormir, le asaltaban toda clase de sensaciones negativas y su mente era incapaz de conciliar el sueño.

          Cansado de esta situación, y con el alma entristecida tras tiempos de sufrimiento silencioso, el hombre decidió acudir a un maestro budista que vivía en una ermita cercana a la aldea.
Cuando llegó al pequeño templo y se encontró con el sabio, el buen samaritano se inclinó ante él como muestra de respeto.
-Veo el sufrimiento en tus ojos -dijo el maestro-. ¿Qué es lo que tanto atormenta tu espíritu?
-Maestro, desde hace tiempo sigo el camino del Buda e intento poner en práctica sus enseñanzas -contestó el hombre-. Me esfuerzo en no perjudicar a los demás y en intentar ayudarlos todo lo que puedo. Llevo una vida sencilla, sin apegos ni grandes deseos. Y a pesar de todo esto, la culpa me reconcome por dentro y no me deja vivir en paz. Hace muchos años llevé a cabo acciones terribles. Antes yo vivía en una aldea a cientos de kilómetros de distancia de esta. Mi único objetivo en la vida era satisfacer mis deseos. Bebía y me emborrachaba todas las noches. Me lanzaba a la búsqueda del placer, aunque para ello hiriese a otras personas. Robé y utilicé la violencia física contra muchos. Incluso llegué a matar a un hombre -el hombre lloraba amargamente mientras las palabras salían de su boca a duras penas-. Por todos estos crímenes estuve durante un tiempo en la cárcel. Fue allí cuando me encontré con el Dharma y tome conciencia de todos mis errores. Una vez que cumplí con mi pena, me trasladé a esta aldea y comencé una nueva vida. Aunque todo esto pasó hace mucho, todo el dolor que causé a otros oprime mi corazón y la culpa me tortura sin piedad.
          El maestro permaneció unos minutos en silencio. Después, se levantó y se dirigió hacia el exterior de la ermita caminando con solemnidad.
-Sígueme -dijo al buen samaritano.
El hombre y el maestro se adentraron en el bosquecillo que rodeaba el templo. El maestro se detuvo frente a un matorral y se agachó. El hombre que solicitaba su consejo hizo lo mismo.
-¿Ves esta mariposa azulada? -le preguntó el maestro señalando al insecto-. Hace unos meses, antes de que el invierno comenzase, esta mariposa era una oruga rechoncha y marrón que se arrastraba por el suelo en busca de alimento y cobijo. Después, cuando llegó el momento, la oruga se encerró en un capullo y permaneció en ese estado durante todo el invierno. Hace unos días, con la llegada de los primeros rayos de sol primaverales, el capullo se abrió y esta preciosa mariposa emergió de su interior. Así que dime, ¿en qué se parecen la oruga y la mariposa? Si alguien que no conociese el ciclo de vida de este insecto viera por separado a una oruga y a una mariposa, nunca diría que se trata de la misma criatura. Pero es el mismo ser, solo que transformado.
El buen samaritano miró perplejo al insecto, y después al maestro.
-Tú eres como esta mariposa -continuó diciendo el sabio-. En el pasado eras una cosa, y ahora eres otra. La persona que eras en el pasado no es la misma que la que eres ahora. Los crímenes cometidos hace años fueron cometidos por otra persona. Quien eres ahora es incapaz de cometer tales acciones. Tu verdadera naturaleza se está abriendo paso en tu interior y te está permitiendo ver quién eres realmente.
El buen hombre comenzó a sollozar, esta vez de alegría, y prometió servir al maestro durante el resto de su vida como agradecimiento por sanar su corazón.



Imagen: Alex Grichenko (http://digidreamgrafix.com/)