lunes, 22 de septiembre de 2014

:: La maldición ::



          Sawa era una mujer de mediana edad que vivía en una aldea de pescadores junto al mar. Desde hacía tiempo se sentía sumida en una tremenda tristeza. Sin saber qué hacer ni a quién acudir, buscó la ayuda de un viejo maestro que vivía en una pequeña choza en el corazón del bosque.
Cuando llegó a él, éste le preguntó por el motivo de su visita.
-Maestro, tengo un gran problema -dijo la mujer-. Estoy bajo una terrible maldición.
-¿Y cómo es eso? -preguntó el maestro sin mostrar la más mínima sorpresa.
-Desde hace tiempo mi vida es un desastre -Sawa comenzó a sollazar mientras narraba su historia-. Hace dos años yo trabajaba una tierra que heredé de mis antepasados. Cultivaba arroz y con lo que ganaba podía vivir cómodamente y sin preocupaciones. Entonces apareció un funcionario del gobierno local y me comunicó que el terreno me iba a ser confiscado, puesto que querían construir un camino en esa zona y mis cultivos estaban en medio. Sin el campo de arroz, perdí mi única fuente de ingreso, y como no sé pescar, ahora no tengo trabajo en este pueblo. Tan solo vivo de los pocos ahorros que me quedan. Mi marido, que siempre ha sido un borracho y nunca ha trabajado para mantener nuestro hogar, hace un año se fue con mi mejor amiga de la infancia. Por si esto fuera poco, hace unas semanas me informaron de que mi hermano, el único familiar vivo que me quedaba, había muerto.
El viejo maestro miraba con compasión a la mujer mientras ésta relataba sus desgracias.
-¿Qué puede haber causado todo esto si no ha sido una maldición? -dijo Sawa.
-Sin duda eres víctima de una maldición -confirmó el maestro-. Y de una de las más terribles.
La mujer se quedó paralizada ante la afirmación del anciano. Se llevó las manos a la boca a la vez que sus ojos se abrían como platos.
-Pero no te preocupes -dijo enseguida el maestro-. Tu problema tiene solución. Tan solo has de hacer lo que yo te diga.
-¡Haré lo que sea! -exclamó Sawa con desesperación.
-Bien. Lo que harás será ayudar a todo aquel que te lo pida. Y cuando nadie te lo pida, tendrás que buscar a quien necesite de tu ayuda.
-¿Y con eso me liberaré de la maldición? -preguntó la mujer extrañada.
-Sí. Además, vendrás a verme una vez a la semana para que pueda comprobar si la maldición está desapareciendo.
Sin perder un minuto, Sawa se despidió muy agradecida del maestro y se dirigió de nuevo a la aldea dispuesta a ayudar a sus convecinos.

          La mujer colocó un cartel en la puerta de su casa donde anunciaba que ayudaría a todo aquel que se lo pidiera. No tardaron en ir a verla varias personas de la aldea. Entre ellas había una anciana que necesitaba ayuda para cocinar, pues era casi totalmente ciega y encender el fuego se había vuelto una tarea muy peligrosa para ella. También la visitó un hombre que necesitaba ayuda para cultivar un campo de arroz que acababa de comprar. Sabía que Sawa había sido propietaria de uno de estos campos, y supuso que sabría cómo cultivar este cereal. Por último, la visitó una madre primeriza que acababa de dar a luz a gemelos ni más ni menos, y necesitaba de alguien que pudiera ayudarla a criarlos.
Sawa enseguida se puso en marcha y ayudó lo mejor que pudo a estas personas.
La semana siguiente, llena de esperanza, regresó a la choza del viejo maestro para escuchar lo que éste tenía que decirle.
-La maldición todavía reside con fuerza en ti -le dijo el maestro.
Sawa se sintió desanimada por un instante, pero enseguida regresó a la tarea que el maestro le había encomendado. Cuando nadie solicitaba su ayuda, ella paseaba por el pueblo ofrenciendo su tiempo a los demás. Aunque a veces no era fácil que la gente se dejara ayudar, Sawa siempre conseguía hacerles ver que no estaba mal recibir ayuda cuando uno realmente la necesitaba.
          La mujer continuó ayudando a los aldeanos durante las semanas siguientes, y una semana tras otra, el maestro le respondía:
-Puedo ver que la maldición está menguando, está perdiendo poder sobre ti. Pero aún debes continuar con tu labor.
Por una parte, Sawa se sentía triste al comprobar que la maldición todavía habitaba en su interior. Pero por otra, se sentía animada a seguir con su trabajo, pues cada vez lo hacía más a gusto.
          Con el paso de las semanas, la mujer dejó de ver al maestro tan a menudo. Tras las primeras semanas, Sawa acudía a verlo una vez cada quince días. Después una vez cada tres semanas. Más tarde una vez cada dos meses. Y así, sus visitas se fueron dilatando en el tiempo. Hasta que un buen día dejó de ir.
El viejo maestro cogió su bastón y decidió ir a verla a la aldea. Cuando llegó, se encontró con que había bastante movimiento en el pequeño pueblo. El maestro se acercó a una anciana medio ciega que cruzaba la calle y le preguntó:
-¿A qué se debe todo este revuelo?
-¡Hoy es la boda de nuestra Sawa! ¡Se va a casar con el agricultor del campo de arroz! -exclamó la anciana con alegría.
El maestro solo tuvo que seguir a la gente que se dirigía a la celebración para encontrar a la novia.
Al verlo, Sawa corrió hacia él y le dio un fuerte abrazo.
-Enhorabuena por tu boda, Sawa -le dijo el maestro sonriente-. He venido a ver cómo estabas, ya que hace tiempo que no visitas mi hogar en el bosque.
-Lo siento, maestro, pero es que había mucha gente a la que ayudar y casi no tenía tiempo libre -replicó la mujer devolviéndole la sonrisa-. ¡Ya me he curado de la maldición! ¡Por fin comprendí qué ocurría! Mi maldición era mi propio egoísmo. Siempre estaba pensando en mí y en mis problemas. No era capaz de ver que a mi alrededor la gente también sufre. La ignorancia no me dejaba ver la verdad, y una vez que me di cuenta de que no era la única persona que se enfrentaba a dificultades y fui capaz de valorar la felicidad de los demás, encontré mi propia felicidad. Dedicar mi tiempo a ayudar a los demás hizo que mi corazón sanara y me permitió tomar conciencia de que mi sufrimiento es insignificante en comparación con el sufrimiento de todos los habitantes de este mundo.
Sawa cogía con fuerza las manos del maestro mientras lo miraba con eterna gratitud, al mismo tiempo que lágrimas de felicidad surcaban sus mejillas. El maestro, como respuesta, le dedicó una bondadosa sonrisa que hacía brillar su rostro como si de la luna llena se tratase.



Imagen: Hooooon (http://hooooon.deviantart.com/)