Sawa era una mujer de mediana edad que
vivía en una aldea de pescadores junto al mar. Desde hacía tiempo
se sentía sumida en una tremenda tristeza. Sin saber qué hacer ni a
quién acudir, buscó la ayuda de un viejo maestro que vivía en una
pequeña choza en el corazón del bosque.
Cuando llegó a él, éste le preguntó
por el motivo de su visita.
-Maestro, tengo un gran problema -dijo
la mujer-. Estoy bajo una terrible maldición.
-¿Y cómo es eso? -preguntó el
maestro sin mostrar la más mínima sorpresa.
-Desde hace tiempo mi vida es un
desastre -Sawa comenzó a sollazar mientras narraba su historia-.
Hace dos años yo trabajaba una tierra que heredé de mis
antepasados. Cultivaba arroz y con lo que ganaba podía vivir
cómodamente y sin preocupaciones. Entonces apareció un funcionario
del gobierno local y me comunicó que el terreno me iba a ser
confiscado, puesto que querían construir un camino en esa zona y mis
cultivos estaban en medio. Sin el campo de arroz, perdí mi única
fuente de ingreso, y como no sé pescar, ahora no tengo trabajo en
este pueblo. Tan solo vivo de los pocos ahorros que me quedan. Mi
marido, que siempre ha sido un borracho y nunca ha trabajado para
mantener nuestro hogar, hace un año se fue con mi mejor amiga de la
infancia. Por si esto fuera poco, hace unas semanas me informaron de
que mi hermano, el único familiar vivo que me quedaba, había
muerto.
El viejo maestro miraba con compasión
a la mujer mientras ésta relataba sus desgracias.
-¿Qué puede haber causado todo esto
si no ha sido una maldición? -dijo Sawa.
-Sin duda eres víctima de una
maldición -confirmó el maestro-. Y de una de las más terribles.
La mujer se quedó paralizada ante la
afirmación del anciano. Se llevó las manos a la boca a la vez que
sus ojos se abrían como platos.
-Pero no te preocupes -dijo enseguida
el maestro-. Tu problema tiene solución. Tan solo has de hacer lo
que yo te diga.
-¡Haré lo que sea! -exclamó Sawa con
desesperación.
-Bien. Lo que harás será ayudar a
todo aquel que te lo pida. Y cuando nadie te lo pida, tendrás que
buscar a quien necesite de tu ayuda.
-¿Y con eso me liberaré de la
maldición? -preguntó la mujer extrañada.
-Sí. Además, vendrás a verme una vez
a la semana para que pueda comprobar si la maldición está
desapareciendo.
Sin perder un minuto, Sawa se despidió
muy agradecida del maestro y se dirigió de nuevo a la aldea
dispuesta a ayudar a sus convecinos.
La mujer colocó un cartel en la
puerta de su casa donde anunciaba que ayudaría a todo aquel que se
lo pidiera. No tardaron en ir a verla varias personas de la aldea.
Entre ellas había una anciana que necesitaba ayuda para cocinar,
pues era casi totalmente ciega y encender el fuego se había vuelto
una tarea muy peligrosa para ella. También la visitó un hombre que
necesitaba ayuda para cultivar un campo de arroz que acababa de
comprar. Sabía que Sawa había sido propietaria de uno de estos
campos, y supuso que sabría cómo cultivar este cereal. Por último,
la visitó una madre primeriza que acababa de dar a luz a gemelos ni
más ni menos, y necesitaba de alguien que pudiera ayudarla a
criarlos.
Sawa enseguida se puso en marcha y
ayudó lo mejor que pudo a estas personas.
La semana siguiente, llena de
esperanza, regresó a la choza del viejo maestro para escuchar lo que
éste tenía que decirle.
-La maldición todavía reside con
fuerza en ti -le dijo el maestro.
Sawa se sintió desanimada por un
instante, pero enseguida regresó a la tarea que el maestro le había
encomendado. Cuando nadie solicitaba su ayuda, ella paseaba por el
pueblo ofrenciendo su tiempo a los demás. Aunque a veces no era
fácil que la gente se dejara ayudar, Sawa siempre conseguía
hacerles ver que no estaba mal recibir ayuda cuando uno realmente la
necesitaba.
La mujer continuó ayudando a los
aldeanos durante las semanas siguientes, y una semana tras otra, el
maestro le respondía:
-Puedo ver que la maldición está
menguando, está perdiendo poder sobre ti. Pero aún debes continuar
con tu labor.
Por una parte, Sawa se sentía triste
al comprobar que la maldición todavía habitaba en su interior. Pero
por otra, se sentía animada a seguir con su trabajo, pues cada vez
lo hacía más a gusto.
Con el paso de las semanas, la mujer
dejó de ver al maestro tan a menudo. Tras las primeras semanas, Sawa
acudía a verlo una vez cada quince días. Después una vez cada tres
semanas. Más tarde una vez cada dos meses. Y así, sus visitas se
fueron dilatando en el tiempo. Hasta que un buen día dejó de ir.
El viejo maestro cogió su bastón y
decidió ir a verla a la aldea. Cuando llegó, se encontró con que
había bastante movimiento en el pequeño pueblo. El maestro se
acercó a una anciana medio ciega que cruzaba la calle y le preguntó:
-¿A qué se debe todo este revuelo?
-¡Hoy es la boda de nuestra Sawa! ¡Se
va a casar con el agricultor del campo de arroz! -exclamó la anciana
con alegría.
El maestro solo tuvo que seguir a la
gente que se dirigía a la celebración para encontrar a la novia.
Al verlo, Sawa corrió hacia él y le
dio un fuerte abrazo.
-Enhorabuena por tu boda, Sawa -le dijo
el maestro sonriente-. He venido a ver cómo estabas, ya que hace
tiempo que no visitas mi hogar en el bosque.
-Lo
siento, maestro, pero es que había mucha gente a la que ayudar y
casi no tenía tiempo libre -replicó la mujer
devolviéndole la sonrisa-. ¡Ya me he curado de la maldición! ¡Por
fin comprendí qué ocurría! Mi maldición era mi propio egoísmo.
Siempre estaba pensando en mí y en mis problemas. No era capaz de
ver que a mi alrededor la gente también sufre. La
ignorancia no me dejaba ver la verdad, y una vez que me di cuenta de
que no era la única persona que se enfrentaba a dificultades y fui
capaz de valorar la felicidad de los demás, encontré mi propia
felicidad. Dedicar mi tiempo a ayudar a los demás hizo que mi
corazón sanara y me permitió tomar conciencia de que mi sufrimiento
es insignificante en comparación con el sufrimiento de todos los
habitantes de este mundo.
Sawa cogía con
fuerza las manos del maestro mientras lo miraba con eterna gratitud,
al mismo tiempo que lágrimas de felicidad surcaban sus mejillas. El
maestro, como respuesta, le dedicó una bondadosa sonrisa que hacía
brillar su rostro como si de la luna llena se tratase.
Imagen: Hooooon (http://hooooon.deviantart.com/)
Cuando una persona demuestra bondad hacia los demás, está diciendo al mundo lo bonita que es en realidad. Algunas personas no saben verlo bien, pero esa persona está dejando atrás al ego en un ejercicio de verdadera sabiduría y control. Enhorabuena por el relato. Es muy bonito. :)
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